La inmediatez es quizá la cualidad más apreciada de la era industrial, después de las ganancias financieras. Vamos pensando continuamente en ganar tiempo; queremos lo inmediato, eficiente, que nos implique el menor esfuerzo, para proseguir con la frenética misión que pareciéramos tener: producir.
En algún momento, luego de la Revolución Industrial, los países se abocaron en crecer sus economías a costa de lo que fuese, incluso del deterioro del propio hogar, la Tierra. La inmediatez, su premura y la insensata mentalidad de producir siempre más, llegaron a todos los tipos de vocaciones de trabajo; por supuesto, entre ellos, a la milenaria agricultura.
Con ello, para maximizar la producción y reducir costos, se crearon los fertilizantes artificiales como un modo de devolver a la tierra su vivacidad y nutrientes, que suelen perderse luego de una incesante siembra de la tierra. Aunque milenariamente residuos orgánicos han servido para hacer fertilizantes naturales como el estiércol de decenas de especies y residuos vegetales o animales, estos tienen un inconveniente para el paradigma de la época en la que vivimos: sus efectos son de lenta absorción y, por lo tanto, la inmediatez no es un atributo notable en ellos.
Por su parte los fertilizantes artificiales, que son hechos a base de procesos industriales con químicos como el ácido nítrico, el ácido sulfúrico y el amoníaco liberan nutrientes en el suelo como el nitrógeno, el fósforo y el potasio. Los fertilizantes artificiales (muchos de ellos contienen insecticidas y herbicidas), a diferencia de los naturales, son absorbidos inmediatamente por el suelo, lo que hace que los cultivos puedan acelerarse.
Sin embargo, el hecho de que los fertilizantes inorgánicos sean absorbidos tan rápidamente por el suelo tiene también sus costos negativos. Entre sus efectos nocivos están la contaminación del agua circundante y subterránea, un aumento de las sales tóxicas del suelo cuando son aplicados en grandes cantidades, y su peor riesgo es a largo plazo: degradan la vida del suelo y matan a microorganismos útiles para la nutrición de las plantas. Es decir, con el tiempo no sólo no se nutre realmente la tierra, sino que se le vuelve obsoleta rápidamente.